Londres (Virginia Woolf) VERSIÓN EXTENSA

«[...] la señora Crowe no era una esnob, sino tan sólo una coleccionista de relaciones [...]».

Londres (Virginia Woolf)
Reseña escrita en 2022 y publicada en 2023.

Una gatita está sentada cómodamente en una silla frente a la ventana.
Portada diseñada por María Elena. Realizada a partir de imágenes libres de derechos de autor, obtenidas de Pixabay y editadas en Photoshop hasta conformar el presente collage digital.

Introducción

En esta ocasión, he realizado dos reseñas. Del libro «Londres», de la autora Virginia Woolf, tengo dos versiones que ofrecer al potencial lector: una, más breve, que puede dar una visión global de esta recopilación de artículos escritos por la autora inglesa, y otra, más extensa, que ahonda con más detalle en cada uno de dichos artículos. El lector es libre de escoger la versión que prefiera, y juzgar si necesita más o menos información sobre lo que Londres alberga en sus páginas.

Quizás, esta reseña (más extensa) es una buena opción para quien haya leído previamente el libro. Así no sentirá que se le desvelan partes importantes de la trama (si bien he evitado hacer spoilers).

Argumento (versión extensa)

En Londres (The London Scene), Virginia Woolf recopila seis artículos sobre distintos aspectos de esta ciudad a la que se sentía tan vinculada. Los publicó en su momento para la revista Good Housekeeping. Así es como, artículo a artículo, V.W. nos presenta la morada del God Save The Queen:

Artículo 1: Retrato de una londinense

En Retrato de una londinense, Virginia Woolf nos aproxima al Londres que subyace bajo la frenética actividad industrial. Nos acerca al corazón de esta gran ciudad de la mano de la señora Crowe, cuya casa se configura como un templo de sabiduría popular en el que personas de etiqueta (y también sin ella) se reúnen para conversar sobre los últimos chismes de Londres. La señora Crowe no tarda en incluir todos estos cotilleos en su saber y en complementarlos con aquellas anécdotas que aún perviven en su memoria desde hace más de cincuenta años.

Aunque algunos de sus invitados pueden disfrutar de su compañía en la hora del almuerzo, la mayoría lo hace en la hora del té: de cinco a siete de la tarde. Entre quienes conforman el grupo selecto que acompaña, en la cena, a la señora Crowe, se encuentra el señor Graham. Cuando uno llama a la puerta de esta casa típicamente londinense, se expone al escrutinio de la sirvienta.

Hablar con la señora Crowe es revisar las hojas de una revista en la que Londres es la protagonista, pero no la ciudad comercial, sino la que se oculta bajo ella, la que afecta a las casas particulares que parecen gemelas univitelinas: dulces moradas de ingleses cuyo acento puede adquirir desde la refinada dicción de la señora Crowe hasta la mayor osadía del cockney rhyming slang del East End.

Artículo 2: Los muelles de Londres

En el segundo artículo del libro, Virginia Woolf nos describe la actividad que se desarrolla en los muelles del puerto de Londres, y también en los tinglados que se extienden a lo largo de los márgenes del río Támesis.

Las barcas, que llevan en ellas los residuos de la gran ciudad, contrastan con el verde natural que rodea a las casas de campo. Alguna construcción soberanamente regia, como el Greenwich Hospital, se alza entre zonas ajardinadas que los buques parecen repeler, atraídos hacia el Támesis.

Aunque se distingue algún que otro navío con pasajeros a bordo, lo que destaca en todo este paisaje es la sucesión de factorías que, como piezas de dominó, conforman toda una cadena de producción. Es en las fábricas donde se recoge: la materia prima con la que luego se confeccionan los abrigos de lana, el colmillo de mamut con el que se hacen las empuñaduras de los paraguas, el ladrillo que se transporta para la construcción de las casas, y el vino, que se mantiene en lugares húmedos, donde el hongo blanco que prolifera es indicativo de que la humedad del ambiente es la adecuada.

Sólo cuando uno se aproxima al Puente de la Torre, advierte que ya está a punto de entrar al Londres donde los ciudadanos marcan las tendencias de moda, las mismas que determinan qué entra y qué sale de la capital en unos y otros barcos.

Artículo 3: El oleaje en Oxford Street

Oxford Street es una de las calles principales de Londres. En esta arteria por la que circulan torrentes de transeúntes, la clase relativamente baja de la ciudad convive con las clases media y alta.

En la calle Oxford que nos describe Virginia Woolf, los establecimientos dedicados a la venta de bagatelas coexisten con la venta ilegal de galápagos, actividad comercial curiosa ante la que la policía parece hacer la vista gorda.

La opulencia de las mansiones señoriales que se construyen en Oxford Street se erige sobre paredes de piedra fina que no están hechas para durar en el tiempo. Toda la ostentosidad de esta topográfica vena de Londres se asienta sobre la apariencia, que se reduce a mostrar escaparates repletos de ítems brillantes que atraen a los ladrones de tres al cuarto, a la mujer que apenas puede vestirse bien con gangas outlet una vez al año, y a los grandes magnates que, a cambio de un módico precio, ofrecen un lugar de resguardo en sus caseríos.

Por todo esto, por el dinamismo y por la extraña mezcolanza de gente en sus calles, pretender llegar a una conclusión sobre la riqueza y la pobreza londinenses resulta misión imposible para V.W. en Oxford Street.

Allí donde Shakespeare y Jonson en otros tiempos se enfrentaron y se dijeron cuanto quisieron, un millón de señores Smith y de señoritas Brown andan presurosos y ajetreados, saltan del autobús, se sumen en el metro. Causan la impresión de ser demasiados, demasiado pequeños, demasiado parecidos entre sí, para tener cada cual su nombre, su carácter, su propia vida separada.
(Fragmento extraído del artículo 5)

Artículo 4: Casas de grandes hombres

Virginia Woolf nos invita a pasar al interior de dos casas: la del filósofo Carlyle y la del poeta John Keats. Ambas casas, cada una en su estilo, reflejan la personalidad única de quienes las habitaron.

En la casa de Carlyle, se percibe la necesidad del aislamiento que se intentó conseguir y no se logró. El silencio es necesario para quien piensa y escribe. Sin embargo, un doble muro de piedra no fue suficiente para mantener el interior a salvo del ruido exterior. Aparte de esta necesidad de recogimiento, también se percibe la limpieza meticulosa del matrimonio que habitó entre las mismas paredes que comparten frontera con el desgastado suelo, donde la sirvienta se dejó las suelas. Pobre mujer esta sirvienta que, a fin de mantener la limpieza exigente de sus señores, subía y bajaba una casa de tres plantas haciendo equilibrios con las jofainas, repletas de agua caliente extraída de la bomba del patio. Como el lector puede suponer, el matrimonio no tenía agua corriente.

Muy distinta a esta casa es la morada del poeta Keats, en la que se respira la enfermedad que le persiguió desde niño: la tuberculosis, la misma que puso punto final a su vida después de hacerlo primeramente con su padre y, seguidamente, con algún hermano suyo y con algún que otro amigo. Con apenas 26 años, abandonó este mundo, sin reconocimiento social, que acostumbra a llegar póstumamente.

Aunque el éxito no lo pudo consumar en vida, al menos sí disfrutó del amor de su musa. Las cartas que prueban la reciprocidad de este amor sólo se hicieron públicas tras la muerte de Fanny Brawne. Ella fue quien legó a sus hijos los mencionados intercambios de palabras que mantuvo con su prometido (John Keats) en la clandestinidad, antes de que el poeta falleciera y ella contrajera (al cabo de 12 años de su muerte) matrimonio con quien terminó siendo el padre de sus tres hijos.

Sin duda, la casa de Keats es un ejemplo de morada anónima habitada por una personalidad también anónima, poco querida en la sociedad londinense y en el círculo de escritores de su época.

Si John Keats nunca llegó a integrarse, no fue a causa suya, sino más bien del resto.

Artículo 5: Abadías y catedrales

En Abadías y catedrales, Virginia Woolf nos traslada a la silente quietud de los cementerios. Mientras que algunas tumbas se encuentran en la Catedral de San Pablo, otras lo hacen en la Abadía de Westminster. En cualquier caso, con independencia de donde estén enterrados, los muertos invitan a reflexionar sobre la importancia de vivir cada instante.

La Catedral de San Pablo se alza imponente y empequeñece a los seres diminutos que con tantas prisas recorren las calles de Londres. Estos seres que, sin embargo, cuando se sitúan frente a la catedral y alzan su mirada, se quedan paralizados, olvidando el carácter urgente del recado que les conducía de un punto de Londres a otro.

Íbamos a decir que no tenemos tiempo para pensar en la vida y en la muerte, cuando de repente nos topamos con los inmensos muros de Saint Paul. Aquí está otra vez, cerniéndose sobre nosotros, como una montaña, inmensa, más gris, más fría y más silenciosa que antes. Y, en el mismo instante en que entramos, experimentamos esa sensación de pausa y de expansión, de liberación de las prisas y de los esfuerzos, que Saint Paul, más que cualquier otro edificio del mundo, tiene el poder de infundir.

En contraste con la despampanante monumentalidad de la Catedral, se alza la Abadía de Westminster, que no invita tan acogedoramente a visitar su interior (aunque es una construcción igualmente asombrante).

Volviendo a la Catedral de San Pablo, como curiosidad, cabe comentar que logró sobrevivir al incendio de Londres que tantas casas calcinó en el siglo XVIII.

Aunque no pudo evitar sucumbir a ser pasto de las llamas, el arquitecto que en aquel momento la estaba restaurando logró afortunadamente reconstruirla en un estilo barroco que ahora quita el hipo, y además, sin sustos.

Artículo 6: La Cámara de los Comunes

En La Cámara de los Comunes, Virginia Woolf recoge sus valoraciones personales sobre la mala praxis política de su siglo.

Veamos si la democracia que construye edificios supera a la aristocracia que modelaba estatuas.

En el Londres del siglo XX, la democracia parece abrirse camino con grandes edificios, del mismo modo en que la anterior clase aristocrática lo hizo con estatuas de mármol. No obstante, quienes forman la Cámara de los Comunes (elegidos por el pueblo en representación del mismo) distan mucho de ser personajes de ideologías individuales y propias. Por el contrario, parecen desear disponer de una tarde libre para jugar al golf.

A ojos de Virginia Woolf, este elenco nada tiene que ver con quienes inspiraron las estatuas de mármol blanco de la clase aristocrática anterior, que —según la escritora— sí mantenían un criterio propio (normalmente reflejo del ideal del pueblo). Estos hombres, en cambio, los de carne y hueso, los del «entonces» de Virginia Woolf, no parecían querer inspirar en el pueblo el deseo de esculpir sus rostros en eternas y poderosas estatuas de mármol blanco.

Opinión personal

Esta es la primera obra que leí de Virginia Woolf. Durante mucho tiempo, a pesar de ser una autora que me atraía bastante, algo hacía que no me decidiese a acercarme a su prosa. Creo que esperaba una escritura recargada, sumamente técnica y nada envolvente; poco placentera. Finalmente, pude afirmar con rotundidad que Londres me había gustado mucho; no había cumplido para nada con mis expectativas negativas.

En primer lugar, me encantó la atmósfera tan doméstica con la que arranca la novela, con esas detalladas descripciones sobre las «reuniones caseras» de la señora Crowe y sus invitados.

Además, ver Londres desde la perspectiva de Virginia Woolf es muy gratificante, especialmente si se puede contrastar con el Londres que describía Charles Dickens en Grandes esperanzas: muy buen libro en el que la gran ciudad adopta un carácter poco atractivo, frío y solitario; nada que ver con lo que Virginia presenta en esta colección de artículos que escribió y publicó en Good Housekeeping (revista femenina que a día de hoy sigue existiendo).

Aunque también he leído de ella Una habitación propia, me atrevo a correr el riesgo de decir que Londres debería ser la puerta de entrada al mundo de Virginia Woolf, al menos para quienes, como yo, hayan recelado (o aún lo sigan haciendo) de su prosa.

La principal razón para creer esto fervientemente es que Londres es una muestra pequeña, pero muy satisfactoria, de su estilo de escritura, que puede ser sumamente envolvente. Pienso que es una buena manera de aproximarse a Virginia Woolf y a su obra. Londres es una experiencia refinada, deliciosa y exquisita.

Agradecimientos

[...] decía Cervantes: saber sentir es saber decir. Palabras de Luis Landero en su libro El huerto de Emerson. Yo espero haber sabido decir lo que esta lectura me ha hecho sentir. Muchas gracias, visitante, por dedicar tiempo a este blog. ¡Nos vemos en la siguiente ocasión!