La sonrisa etrusca (José Luis Sampedro) VERSIÓN EXTENSA

«En el pueblo los hombres no tenemos hijos. Tenemos recién nacidos, para presumir de ellos en el bautizo, sobre todo si son machos, pero luego desaparecen entre las mujeres... Aunque duerman en nuestra alcoba y lloren: eso es sólo para la madre... Luego sólo se notan como un estorbo [...]».

La sonrisa etrusca
(José Luis Sampedro)
Reseña escrita en 2022 y publicada en 2023.

Un anciano observa cómo su nieto juega con los pajaritos.
Portada diseñada por María Elena. Realizada a partir de imágenes libres de derechos de autor, obtenidas de Pixabay y editadas en Photoshop hasta conformar el presente collage digital.

Introducción

Al igual que hice con «Londres», de Virginia Woolf, y con «La sombra del ciprés es alargada», de Miguel Delibes, en esta ocasión vuelvo a contar con dos reseñas: una, más breve, que puede dar una visión global de esta historia protagonizada por un abuelo y su nieto, y otra, más extensa, que ahonda con más detalle en la trama de la novela. El lector es libre de escoger la versión que prefiera, y juzgar si necesita más o menos información sobre lo que José Luis Sampedro relata en las páginas de La sonrisa etrusca.

Quizás, esta reseña (más extensa) es una buena opción para quien haya leído previamente el libro. Así no sentirá que se le desvelan partes importantes de la trama (aunque, en esta ocasión, creo que no hay nada que pueda considerarse spoiler).

Presentación de personajes

La sonrisa etrusca es una novela de José Luis Sampedro, quien si bien destacó por su amplia formación intelectual, también lo hizo por su faceta humana, la cual se refleja a la perfección en este libro, en la relación entre Salvatore y Brunettino; un vínculo en el que los extremos de la vida, abuelo y nieto, se tocan, como dos puntos generacionalmente distintos, pero no distantes. Unidos por su propia sangre, y por la vulnerabilidad de la vejez y de la infancia, ambos construyen y consolidan una relación de intensa ternura que lleva al lector a mirar hacia sus propios abuelos.

Brunettino, tan pequeño como señala su diminutivo, es el hilo que actúa como vínculo entre todos los miembros de la casa. Cada uno de los personajes principales que desfila por las páginas de la novela de José Luis Sampedro guarda relación con Brunettino. Así pues, el lector contempla un entorno familiar que se le presenta cercano a su vida corriente, y en el que puede identificarse con las fortalezas y debilidades de unos y otros.

Aparte de Brunettino, descubrimos a Salvatore (Bruno), un abuelo (prototipo del «macho alfa») que conoce a su nieto por primera vez cuando éste sobrepasa por poco el año de vida. Gracias a Brunettino, Salvatore aprenderá a valorar la sensibilidad femenina como una aliada para el hombre, en lugar de percibirla como una cualidad enemiga.

Si el niño no estuviera tan profundamente dormido, sentiría en su moflete de nardo la lágrima resbalada desde la vieja mejilla de cuero.

Más adelante, conoceremos a Hortensia, la mujer que, ya en la vejez de Salvatore, se constituye como una influencia positiva que propiciará el desarrollo de un sexto sentido femenino en él; circunstancia que Salvatore utilizará sin duda en la misión de cuidar de su Brunettino, y darle el amor cercano que sus padres, sin embargo, parecen negarle.

Respecto a Cantannote, éste es el enemigo acérrimo de Salvatore, sin el cual no habría conocido a su nieto. A Cantannote le debemos que Salvatore viaje hasta Milán y se reúna allí con el pequeño Brunettino.

En cuanto a «la Rusca», es el nombre que Salvatore le puso al hurón que su amigo Ambrosio le regaló en su juventud; nombre que ahora sirve como mote a la enfermedad que le corroe las entrañas.

De Salvatore desciende Renato, tan distinto a su padre, tan milanés y metropolitano, que contrasta con la hombría y virilidad que Salvatore considera que definen a un «hombre de verdad» y no, a un «medio hombre». Renato convive con su esposa, Andrea, milanesa oriunda considerada por Salvatore una «media mujer».

¡Esos rascacielos que le gustan a Andrea, llenos de gente sin conocerse, sin hablarse, como reñidos! Si hay un fuego, ¿qué?, pues ¡sálvese quien pueda!... ¡Así resultan todos: medio hombres, medio mujeres!

Otro personaje femenino es Rosa, que no juega un papel destacable en la novela, pero que conviene mencionar por ser la madre de Renato y la única esposa (aunque no la única mujer) de Salvatore.

Retomando personajes masculinos, encontramos al «Dottore», un médico milanés de renombre que trae de cabeza a Salvatore, cansado de escuchar el italiano tan técnico que sólo los académicos del norte (su nuera incluida) utilizan. Él prefiere el lenguaje sencillo y dialectal que se habla en las regiones del sur, por ejemplo, en su querida Calabria.

Por último, están Simonetta y Annunziata: sobrina y tía respectivamente. La primera, una joven comunista que en alguna ocasión sustituye a su tía en el cuidado de Brunettino como niñera. La segunda, una mujer solterona que intenta cumplir con la voluntad de los padres de Brunettino, quienes no quieren que Salvatore, su abuelo, lo malcríe.

Argumento (versión extensa)

«El Sarcófago de los Esposos» es la reliquia que Salvatore está contemplando en el museo. Aunque él desconoce este dato, no le pasa inadvertida la felicidad que esta pareja escultórica parece mostrar; una felicidad hedónica petrificada en sus sonrisas etruscas de terracota. Ambos amantes se reclinan en un banquete en el más allá. La escena que representa esta urna funeraria se aparece a ojos de Salvatore como un ejemplo reivindicador de la pasión que encierra la vida. Esta imagen se reiterará como un leitmotiv en distintos momentos de la novela: Salvatore la reproducirá en su mente con frecuencia; se amparará en la visión de esta muestra de arte etrusco que, regiamente cincelada, representa de forma tan fiel la esencia placentera de lo que la ruda vida ha significado siempre para Salvatore, especialmente ahora que su fin se aproxima.

Precisamente, a su enfermedad debe Salvatore su visita al museo. Renato es el responsable de trasladar en coche hasta Milán a su padre, quien lamenta tener que dejar atrás Calabria, una región del sur de Italia en la que la vida transcurre con mayor tranquilidad que en la metrópolis milanesa. El único motivo que le empuja a dejarse curar por el «Dottore», el mejor médico de Milán según su nuera, es el temor a que su enfermedad, «la Rusca» (como él la llama), le obligue a abandonar la vida antes que a su enemigo, Cantannote, con quien mantiene una enemistad desde tiempos inmemoriales.

Con el deseo de ser él quien acuda al entierro del otro, y no a la inversa, Salvatore se deja conducir por su hijo hasta el norte de Italia, donde le esperan su nuera y su nieto, cuya identidad aún le es desconocida.

Aunque Andrea es excesivamente metropolitana y no cumple con el prototipo de mujer que Salvatore desearía para su hijo es delgada y «sin pechos», lo que le aguarda en Milán desencadenará en él un cambio de actitud nunca antes visto: Brunettino es el nombre del huracán que pondrá patas arriba la mente y el corazón de Salvatore. Sólo el nombre ya une a abuelo y nieto, pues, como el mismo Salvatore comenta, Bruno es un nombre que se ganó en su época de partisano, forjado con la valentía del macho alfa que a nada teme y a todo se enfrenta.

Los minutos, como toc-toc de lanzadera, entretejen al viejo con el niño en el telar de la vida.
 
Una vez en Milán, la convivencia entre Salvatore, Renato y Andrea es algo complicada. Las costumbres cosmopolitas de su hijo y de su nuera contrastan con los hábitos rurales de Salvatore. Constantemente, en su mente, el propio anciano visualiza las extensiones de campo de Calabria, apuntaladas por el potente monte Femminamorta. A estas imágenes idílicas se contraponen las vestimentas de las mujeres de ciudad que, como Andrea, distan de lucir las largas faldas de las muchachas lozanas, y de carnes prietas, de la juventud de Salvatore.

Y a lo lejos la montaña más hermosa del mundo, la Femminamorta. Parece que se quita y se pone vestidos como una mujer. A veces está azulada, otras violeta, o parda, o hasta rosa, o lleva un velo, según el tiempo... Tiene su genio, eso sí; a veces avisa de la tormenta, pero otras nos la echa encima por sorpresa... Es dura, pero buena; como hay que ser.

Al desencanto que le produce la ciudad en sí misma, se suma el italiano refinado, o el «italiano de la radio» (como Salvatore lo llama), que contiene muchas expresiones que él, sin embargo, no llega a entender. Con la comida, la situación tampoco mejora: la gastronomía milanesa se basa en un compendio de productos empaquetados, mayoritariamente congelados, con etiquetas y envases llamativos y revestidos de colores sugerentes que, para alguien como Salvatore, habituado a la comida que sabe de verdad a lo que tiene que saber, no resultan atractivos. Ni siquiera encuentra en Milán peras que sepan a peras, por mucho que digan que son de Yugoslavia.

Sólo Cantannote (su enemigo) le empuja a ser algo tolerante con la situación, aunque no por ello cesa en sus continuas quejas. De forma constante, Salvatore acusa las diferencias entre el Milán actual de su hijo y la Calabria de toda su vida. Empodera las tierras de la Italia del Sur frente a la Italia del Norte. En sus pensamientos, y en las imágenes bucólicas y bélicas que se entremezclan en la mente de Salvatore (Bruno, en la resistencia partisana), se materializan las memorias de este hombre anciano, pero fuerte como él solo, que contribuyen a que el lector pueda forjarse una idea muy fiel de la identidad de este personaje tan sampedriano (término que Ángeles Caso utiliza en el prólogo del libro).

De constitución fuerte, habituado a haber alternado en su vida con varias mujeres sobre un lecho y otro, con experiencia en los placeres en sus diversas facetas, pastor de pequeño y más adelante partisano, luchador en la guerra y un largo etcétera, Salvatore es el esposo viudo de la Rosetta. Sobre esta relación conyugal conviene aclarar que, si hubo amor, lo hubo más por la hembra que por el macho. Ahora bien, su corazón duro (y rudo) se reblandece ante la vista de su único nieto, a quien conoce por vez primera en Milán: un niño que le recuerda a él, a su sangre, que es la que corre ahora por las venas de este retoño de pocos otoños.

En la carnal arcilla del viejo rostro ha florecido una sonrisa que se petrifica poco a poco, sobre un trasfondo sanguíneo de antigua terracota. Renato, atraído por la canción guerrera y por los gritos del niño, la reconoce en el acto: la sonrisa etrusca.

Desde el primer momento, Salvatore se opone a la forma en que Renato y Andrea pretenden educar a Brunettino. Tanto la madre como el padre se guían por un libro escrito por el «Dottore», un compendio de consejos (más bien instrucciones) sobre lo que los padres deben hacer y no hacer con sus hijos. Entre las instrucciones, se incluye dejar al niño dormir en su cuna en una habitación aparte, para que de esta forma no desarrolle dependencia emocional. El cariño de un robot casi es más reconfortante que el amor entendido según el «Dottore». Al menos, Salvatore lo cree así (y yo también): el niño necesita recibir afecto de sus padres.

A solas con Renato desayunándose, mientras Andrea se duchaba, le preguntó por qué no dormía el niño con ellos, como han dormido toda la vida. Renato sonrió, condescendiente:

—Ahora se les empieza a educar más pronto. Deben dormir solos en cuanto llegan a esta edad, padre. Para que no tengan complejos.

—¿Complejos? ¿Y eso qué es? ¿Algo contagioso de los mayores?

Renato, piadosamente, conserva su seriedad y se explica en palabras sencillas, al alcance de un campesino:

—En suma, hay que evitar su excesiva dependencia de los padres.

El viejo le mira fijamente:

—¿De quién van a depender entonces? ¡Si todavía no anda, no habla, no se puede valer!

Él nunca durmió solo en su vida. Cuando no lo hacía con sus padres, lo hacía con los cabritillos, con las mujeres, con los compañeros partisanos... Pero nunca experimentó soledad en su sueño. Salvatore teme que Renato y Andrea por hacer caso al «Dottore» se conviertan en esa clase de personas que luego, cuando los hijos crecen, les exigen unas muestras de cariño que ni siquiera ellos les dieron en la infancia.

Así pues, Salvatore decide ejercer la función que su nombre vaticina: se constituye como salvador de Brunettino. El abuelo partisano echará mano de sus experiencias militares para aleccionar al pequeño Brunettino y vencer al enemigo («Dottore», Andrea, Renato...), y cualquier aliado del adversario, a fin de que su nieto crezca como un hombre y no, como un «medio hombre». Su nieto ha de ser fiel reflejo de la fuerza y virilidad que siempre caracterizaron a su abuelo.

[...] deberíamos vivir tantas veces como los árboles, que pasado un año malo echan nuevas hojas y vuelven a empezar. Nosotros sólo una primavera, sólo un verano y al hoyo... Por eso has de echar bien tus ramas desde ahora. Yo nací en pedregal y no me quejo, llegué a enderezarme solo. Pero pude haber florecido mejor [...]

La casa en Milán, donde viven su hijo y su nuera, se convertirá en el escenario de una batalla campal familiar en la que el abuelo se opondrá a las órdenes de Andrea, «malcriando» al nieto, cogiéndolo en brazos, velando cada noche por él en su alcobita, manteniéndose despierto durante el sueño del niño... Todo ello a fin de que Andrea no cierre el pestillo de su habitación, aislando a Brunettino de su abuelo, que vez tras vez acude a la alcobita a dormir junto al pequeño, mal que le pese a Andrea o a Annunziata.

Obstinado, el niño gatea hasta la puerta y asoma la cabecita. Mira a un lado y a otro: el pasillo debe parecerle un túnel infinito. Pero no se arredra y reanuda la marcha hacia el fascinante ruido. Seguido por el viejo, que comparte gozoso la aventura, se asoma al cuarto donde, de espaldas a la puerta, limpia la alfombra Annunziata. «¡Así, niño mío, así se avanza! ¡En silencio, como los gatos, como los partisanos! ¡La sorpresa, siempre la sorpresa! "¡Enemigo sorprendido, enemigo jodido!", repetía el profesor... Bueno, él decía "enemigo perdido", porque tenía instrucción; pero sonaba más verdad a nuestro modo... Eso, ahora, ¡ataca!». La carcajada del viejo estalla a la vez que el femenino chillido de pánico al sentir ella [Annunziata] un roce en su tobillo: la mano del niño.

De momento, el anciano se mantiene valiente y con vigor: todo sea por el Cantannote y por Brunettino, que le necesita para llegar a ser un hombre, y para quien Salvatore desea vivir, al menos, lo que queda de verano y el otoño que le sigue. Sólo así podrá llevar a Brunettino a Calabria, para que conozca su genealogía, la de un árbol cuyas raíces es Salvatore, cuyo tronco es Renato y cuya flor, Brunettino.

Con el tiempo, Salvatore empieza a valorar la habilidad femenina de los ágiles dedos de las mujeres a la hora de abrochar los botoncitos de las vestimentas de Brunettino; una gracia femenina que él (tan macho como es) envidia y querría para sí mismo, para poder vestir a su nieto, labor que se le antoja difícil para sus manos grandes de hombre de campo.

Ante esta tesitura, un nuevo pensamiento se le pasa por la cabeza: ser abuelo y abuela a la vez para su nieto. A falta de mujer, él habrá de desarrollar ambos roles. Esta idea de la dualidad de un hombre realizando labores habitualmente femeninas es algo que antes no se le habría ocurrido, ni por asomo, a Salvatore. En esta batalla contra una sociedad con valores que pueden alejar a su Brunettino de la esencia de la vida que Salvatore supo exprimir hasta la última gota, el abuelo encontrará una camarada en Hortensia, una mujer viuda que le abrirá su corazón y que llegará a constituirse como una auténtica abuela para Brunettino.

Tal es la importancia que Hortensia adquiere en la vida de Salvatore que él mismo deposita en ella la misión de seguir aleccionando al pequeño Brunettino cuando él ya no esté. Incluso «la Rusca» ayudará a Salvatore en su misión con Brunettino: las hormonas que el médico le administra como parte del tratamiento para el cáncer hacen que sus pechos se desarrollen, lo que Salvatore percibe, para sorpresa suya también, como una característica del rol femenino que espera que le ayude con su querido Brunettino.

Eso mismo, florecer. Yo creía que era cosa de mujeres, que el hombre es sólo madera, cuanto más recia mejor. Pero ¿por qué no flor?
(Reflexión de Salvatore a raíz de su creciente sensibilidad, latente hasta que conoce a su nieto)

Hortensia es su camarada, su cómplice, pero la prioridad de Salvatore es que su Brunettino le llame «nonno» (abuelito). Ya ha aprendido a decir «no», sólo falta que aprenda a repetirlo dos veces seguidas. El pequeño lo terminará haciendo: su primera palabra (propiamente dicha), antes que «mamá» y «papá», será «nonno».

[...] el niño exclama «no» en realidad, un grito entre «no» y «na»— con explosiva energía. Y al viejo le encanta que esa sea su primera palabra aprendida, antes incluso que «papá», «mamá» o «abuelo», porque hay que saber negarse. Sí, defenderse es lo primero.

Opinión personal

La sonrisa etrusca es una novela de José Luis Sampedro, quien si bien destacó por su amplia formación intelectual, también lo hizo por su faceta humana, la cual se refleja a la perfección en este libro, a través de la relación entre Salvatore y Brunettino; un vínculo en el que los extremos de la vida (abuelo y nieto) se tocan, como dos puntos generacionalmente distintos, pero no distantes.

Unidos por su propia sangre, y por la vulnerabilidad de la vejez y de la infancia, ambos construyen y consolidan una relación de intensa ternura que lleva al lector a mirar hacia sus propios abuelosBrunettino, tan pequeño como señala su diminutivo, es el hilo que actúa como vínculo entre todos los miembros de la casa.

[...] el olmo ya seco de la ermita: debe su único verdor a la hiedra que le abraza, pero ella a su vez sólo gracias al viejo tronco logra crecer hacia el sol.
(Metáfora en la que Brunettino es la «hiedra» y Salvatore, el «olmo ya seco» y el «viejo tronco»)

En La sonrisa etrusca, cada uno de los personajes principales que desfila por sus páginas guarda relación con el nieto de Salvatore. Así pues, el lector contempla un entorno familiar que se le presenta cercano a su vida corriente, y en el que puede identificarse fácilmente con las fortalezas y debilidades de unos y otros.

El cuidado, el esmero, la delicadeza y el detalle con los que se narra la relación entre Salvatore y Brunettino hacen de La sonrisa etrusca una novela más que recomendable, bien construida y capaz de describir a la perfección el cambio que el amor por un nieto puede producir en el carácter más rudo de un veterano partisano. Todo ello combinando la seriedad que requiere la narración con notas de humor que alimentan la complicidad con el lector:

El viejo gruñe mientras se abrocha el cinturón de seguridad. «¡Buen negocio para unos cuantos! ¡Cómo si uno no tuviera derecho a matarse a su gusto!».

Otras reseñas extensas

Las reseñas que cité al principio de esta que acaba de leer, y que he escrito siguiendo la dinámica de ofrecer una versión corta y otra más extensa, son: Londres (Virginia Woolf) y La sombra del ciprés es alargada (Miguel Delibes). Clicando en cada título, se puede acceder a ellas.

Agradecimientos

[...] decía Cervantes: saber sentir es saber decir. Palabras de Luis Landero en su libro El huerto de Emerson. Yo espero haber sabido decir lo que esta lectura me ha hecho sentir. Muchas gracias, visitante, por dedicar tiempo a este blog. ¡Nos vemos en la siguiente ocasión!